Homeopatía
Homeopatía deriva del griego Homeos: parecido y Phatos: enfermedad, y no consiste en un método terapéutico que el médico alópata puede agregar a sus conocimientos convencionales, sino que la misma es una ciencia sustentada en los eternos Principios y Leyes de la naturaleza.
Su creador, Christian Federico Samuel Hahnemann, nació el 10 de Junio de 1755 en Meissen, Sajonia (Alemania), tercer hijo de Christian Gottfrield Hahnemann y de su segunda esposa Johanna Christiane Spiess, a los 12 años ingresó a la escuela pública donde demostró ser un destacado estudiante, allí conoció al Dr. Moritz Müller, gran pedagogo que lo apoyó consiguiéndole una beca para estudiar en el prestigioso Colegio de Príncipes de Saint-Afra, donde estuvo hasta los 20 años.
Decidió entonces seguir medicina, para lo que viajó a Leipzig, donde estudió y trabajó haciendo traducciones, allí estuvo 2 años para luego viajar a Viena en busca de tener practica médica, ingresando al Hospital de los Hermanos de la Misericordia, donde se quedo sin dinero luego de 9 meses, teniendo que emigrar a la ciudad de Leopoldstadt, donde ejerció la medicina por poco tiempo, su prestigio lo llevó a ser el medico privado del Gobernador de Transilvania y bibliotecario en el castillo del gobernador.
Pasó dos años rodeado de fama y lujos, pero no quería tener apariencia de médico sino “ser médico” y abandonó su cargo, comenzando una etapa muy crítica hacia la medicina tradicional y sus métodos terapéuticos. Muchas veces abatido, incomprendido y perseguido por su posición debió emigrar por distintas ciudades hasta establecerse en Dresden, donde consiguió un puesto público y se casó a los 30 años con una joven de 17 años e hija del boticario.
Disconforme con su puesto, renunció y siguió peregrinando mientras se agrandaba su familia, llegando a tener 11 hijos, volviendo a Leipzig precedido de buen renombre, fue nombrado miembro de la Sociedad Económica de Leipzig y de la Academia de Ciencias de Mayence.
Sin embargo tomó la decisión de abandonar la medicina antes de seguir dañando a los pacientes con los tratamientos de la época, volviendo a su antigua pobreza y sustentándose nuevamente con las traducciones.
Fue allí que traduciendo tratados médicos, el editor le acercó un libro: “Materia Medica” de Cullen, y al traducirlo encontró la explicación que se daba sobre los efectos de la quinina. Esta droga era usada en el Perú por los aborígenes para tratar enfermedades, y una de ellas era el Paludismo, Hahnemann se impacto al ver las múltiples teorías que daba Cullen para explicar esta droga; pero tomó en cuenta que “los efectos tóxicos de la Quinina eran similares a los síntomas que presentaba espontáneamente el enfermo de Paludismo” y ante este echo intuyó “que en el mismo poder que tenía la droga de alterar al organismo, podía encontrarse su poder para curar cuadros patológicos similares”.
A partir de esto, él y sus colaboradores experimentaron la Quinina y muchas drogas mas, registrando todas las sensaciones y alteraciones que manifestaban por su ingesta, llegando por esta investigación a la conclusión que: “el efecto que es capaz de producir una droga es similar al padecimiento que puede observarse en cada enfermo”, y “que en tales efectos particulares residía su poder de curar a cada enfermo en particular”, así descubrió y enunció en 1791 la Ley de los Semejantes.
En esta etapa primitiva “organicista” solo se tomaban en cuenta los síndromes clínicos establecidos y se aplicaba la ley de los semejantes a ese nivel, siendo capaz el medicamento homeopático de suprimir cada uno de esos síndromes clínicos (o síntomas) que presentaba el paciente.
La primera evolución se produce cuando Hahnemann para poder experimentar sustancias toxicas apeló a la dilución de estas y para las insolubles el sacudimiento, a esta dilución y sacudimiento llamo “dinamización”, descubriendo que en este estado toda sustancia es capaz de alterar al experimentador sensible en sus cualidades de ser en general, o sea a través de cambios inmateriales de su forma de pensar, de sentir y de actuar, y no cambios en su organismo material. Logrando la observación de la dimensión del ser en general, donde se manifiestan las propiedades esenciales de todo ser vivo, que en su conjunto conforman el “Principio Vitalista”, las sensaciones, funciones y acciones de todo ser vivo responden a una unidad de acción, la “Energía Vital”, y por lo tanto en esta etapa se prioriza el ser en general, y de ese plano el aspecto mental en primer lugar y en segundo lugar las alteraciones locales del organismo material. En este nivel se aplica la ley de los semejantes para obtener el medicamento único para tratar el desequilibrio de la energía vital de cada paciente. Esta es la etapa “mecanicista”, falta el orden de jerarquía de la relación y sucesión sintomática, falta el desarrollo temporal del desequilibrio (o dinámica miasmática).
La segunda gran evolución fue cuando el maestro comenzó a observar el desarrollo temporal de la enfermedad que faltaba descubrir, pero fallece con la obra inconclusa para que sus discípulos la continuaran, llegando estos al concepto de que la desviación de la energía vital es crónica y librada a su automatismo es incapaz de restituirse espontáneamente, y con el tiempo lleva a la destrucción de la existencia, o sea que la única enfermedad es la desviación de la energía vital, y librada a su evolución se desarrolla en forma crónica y fatal.
Y a esta altura queda claro que tratar un determinado conjunto sintomático no es tratar la enfermedad sino la consecuencia de esta, por lo tanto solamente curaremos al paciente cuando tratemos su energía vital desequilibrada.
“En la actualidad”: entendemos la Homeopatía a través de los principios y leyes que la gobiernan, comprendiendo que el desequilibrio vital es constitucional, con las particularidades sintomáticas individuales, de evolución crónica y pronostico fatal en su desarrollo espontáneo.
Solo se cura el paciente cuando se prescribe el remedio Homeopático correcto, el “simillimum”, y se comprueba la “Ley de la Curación”, con la desaparición de los síntomas en el orden invertido al de su aparición.
Por el “Principio Vitalista” sabemos que “La unidad de acción que rige la conformación, el sostenimiento y el desarrollo de todos los seres vivos es la energía vital”, su armonía expresa el estado de salud, y su desequilibrio el de enfermedad. Por lo tanto, comprendemos que toda alteración del plano material, estructural o funcional, no es más que la manifestación en ese plano de la desarmonía de la energía vital que la sostiene.
Como homeópatas, debemos conocer qué es lo propio y lo normal del ser humano, porque sabiendo esto podemos determinar que se presenta alterado o pervertido en cada caso en particular, de esta manera encontramos que es lo digno de ser curado en cada paciente y podremos aplicar convenientemente la Ley de los semejantes, que expresa que la sustancia que es capaz de exaltar en la experimentación un determinado conjunto sintomático, cura al enfermo que presenta espontáneamente un conjunto de síntomas similares”.
Para aplicarla debemos analizar al paciente en la totalidad de sus planos, desde lo más profundo y cualitativo de su forma de pensar, sentir y actuar, hasta lo más superficial de su organismo material, y en cada una de las etapas de su vida.
Así podemos encontrar la totalidad sintomática que individualiza el desequilibrio de su energía vital, sólo así podemos aplicar convenientemente esta ley, que nos permite hallar el “Único” medicamento que es semejante a su “Única” forma peculiar de ser y que será el “Único” capaz de corregir su desequilibrio vital.
Por lo tanto no aplicamos la Ley de los semejantes sólo teniendo en cuenta los síntomas que se presentan en el plano orgánico o mental, ni los que se manifiestan frente a una determinada circunstancia, sino que comprendemos la totalidad del paciente, a través de todo el tiempo y espacio de su existencia.
Podemos decir que: “porque alguien está enfermo hace una nefritis y no porque presenta una nefritis está enfermo”, por eso queda claro que curar la nefritis por ejemplo, no es curar al paciente, es sólo suprimir una manifestación de su desequilibrio.
Y ahora sabemos que debemos curar la única enfermedad, que es la desviación de la energía vital, esta desviación condiciona toda la vida del paciente, es constitucional, nacemos con ella y morimos a consecuencia de ella, porque librada a su evolución espontánea es inexorable y fatal, condiciona al individuo a vivir en forma egocéntrica, sujeto a su desarmonía y en función de su desequilibrio, y por lo tanto, sin libertad interior para el desarrollo pleno de su potencial de vida.
Este conocimiento, nos da derecho a insistir que tratar una angina o una bronquitis, como lo hace la “Alopatía” no es curar, sino suprimir esa localización del desvío vital, la angina no es lo digno de ser curado (es solo la exteriorización del desequilibrio), ya que al suprimirla no sólo estamos privando de un mecanismo que aunque imperfecto, permite localizar el desequilibrio en una parte preservando el todo, sino que el desequilibrio no restaurado se manifestará en otra localización mas profunda, comenzando por piel hasta llegar a los órganos vitales, y si no termina con la vida del paciente se localizará en la mente, por lo tanto el suprimir un síntoma no solo no cura sino que acelera la profundización del desequilibrio.
Para la “Homeopatía” solo será adecuado para el paciente aquel medicamento homeopático que no sólo sea capaz de promover la desaparición de los síntomas locales o actuales del caso, sino que además, cubra en su similitud la totalidad sintomática del paciente. Este es el verdadero medicamento “Simillimum”, pues es el único capaz de suscitar en cada caso la puesta en marcha de la “Ley de la curación”.
Cuando se cumple esta ley, se constata la desaparición de la totalidad de los síntomas y en el orden contrario a su aparición, el organismo así va recuperando su armonía, desde los planos más profundos, hacia y hasta los más superficiales, y se comprueba en cada paciente el Equilibrio Vital, estado de completa consonancia consigo mismo, con el medio y las circunstancias, y con la libertad plena para poder desarrollar todo su potencial humano, sin el condicionamiento constitucional de su desequilibrio vital.