Movimientos de Gurdjieff
Georgi Ivanovitch Gurdjieff, nace en 1877 en Armenia del Norte en el seno de una familia griega. Ya desde pequeño sentía fascinación por aquellos fenómenos que no pueden explicarse desde parámetros lógicos o racionales. Después de estudiar sacerdocio y medicina, a los veinte años se embarca en prodigiosas peregrinaciones por Afganistán, Chitral, Cachemira, Sin-Kiang, Siberia y el Tíbet. Recorrió también Turquía y parece que penetró en un monasterio judío esenio, cerca de Jerusalén, donde aprendió danzas rituales basadas en la Ley del Siete. Estudió también en el Monte Atos y exploró emplazamientos arqueológicos de Creta, Egipto y Abisinia buscando las huellas de la Hermandad de Sarmân o Círculo Interior de la Humanidad como se designan a los guardianes de la enseñanza de Zoroastro. Al parecer tuvo la posibilidad de acceder al sanctosanctórum de casi todas las organizaciones herméticas.
En 1912 vuelve a Rusia trayendo consigo una enseñanza que influirá de manera decisiva en la espiritualidad occidental contemporánea. La Primera Guerra Mundial y la Revolución Rusa le llevan a viajar por distintas ciudades con un grupo de cercanos estudiantes hasta que en 1922 se establece en el castillo del Prieuré, al sur de París. Allí crea el Instituto para el Desarrollo Armónico del Hombre, donde convive y enseña a numerosos alumnos de diversa procedencia. Muere en Neuilly, cerca de París, el 29 de Octubre de 1949.
Él insiste en la importancia del trabajo con el cuerpo para la transmisión de la Enseñanza. Así pues, una parte esencial de la misma son las danzas sagradas o movimientos que él mismo adaptó, creó o coreografió. Sus principales fuentes las ubica en los Monasterios de Sari en el Tíbet, de Mazâr y Sharif en Afganistán de Kizilgán en el Oasis de Keriya del Turquestán chino y de Yangi Izar en Kashgari.
Las denomina sagradas porque son utilizadas para transmitir una sabiduría perenne representando ciertas leyes que rigen el universo, por tanto también al ser humano y porque permiten el desarrollo interno de aquéllos que las realizan. Constituyen una herramienta para la vida diaria que posibilita el desarrollo gradual de la observación de uno mismo de forma desapegada y carente de juicio. Esta vigilancia permite mirar aquellas actitudes, posturas corporales, esquemas fijos de pensamiento y emociones reactivas fruto de nuestro condicionamiento que nos mantienen atrapados en comportamientos automáticos. A través de la observación constatamos que actuamos de forma mecánica y somos totalmente predecibles; determinados comportamientos y esquemas mentales y emocionales, fruto de nuestra personalidad adquirida, ocupan nuestra psicología personal dejando poco espacio para que algo más genuino, espontáneo y auténtico aflore en nuestra vida. Es una práctica que ayuda al auto-conocimiento y que puede revelar otro nivel del Ser.
Los movimientos son parte de una disciplina interior, de una higiene de vida, a través de ellas buscamos conectar con nuestro centro, ese pacífico lugar donde reina la quietud y reside nuestra existencia real. Desde esta conexión emana un equilibrio que posibilita la observación dentro y fuera de nosotros, sin que las personas o los eventos nos sobrepasen y sin recluirnos en espacios interiores que dificulten la interacción con el mundo. Así mientras danzamos, parte de nuestra atención está dirigida al movimiento externo, las filas, la música, el grupo y parte de la atención la dirigimos al espacio interior, al movimiento interno, a las sensaciones físicas sutiles, a los efectos del movimiento en cuanto a pensamientos y emociones que llegan a la consciencia, al espíritu y al arquetipo del movimiento.
A través de las danzas nos hacemos conscientes de la conexión entre las funciones del cuerpo, del corazón y de la mente. Una no cambia sin que las otras cambien, un pequeño cambio emocional afecta nuestra respiración, nuestra forma de estar, el movimiento de los ojos. Su práctica ayuda a armonizar los tres centros: intelectual, emocional y físico. Damos una dirección al centro intelectual anclando nuestra atención en el cuerpo y focalizándonos en una o más cuentas, secuencias y/o palabras, de esta forma adiestramos el pensamiento para que la mente no divague obteniendo una visión más clara y menos subjetiva de la realidad. También tomamos consciencia de las sensaciones físicas en sus diferentes niveles y de la sabiduría inherente del cuerpo; éste, al ser recorrido por una energía de una cualidad superior, recuerda el movimiento y posibilita una mayor presencia. A nivel emocional el trabajo en un principio consiste en darnos cuenta del entramado emocional con el que continuamente nos identificamos. Las emociones surgen y podemos dejarlas caer, no es cuestión de intervenir, ni de forzar su desaparición, simplemente las observamos aparecer y desaparecer, sin obsesionarnos ni alimentarlas, haciéndonos responsables de lo que sentimos. Esta distancia nos aporta un equilibrio que paulatinamente nos permite aprender a vivir las emociones de forma total, apasionada, plena y conscientemente, éstas transmutan así en una energía más sutil que nos conecta con sentimientos genuinos del ser como son la bondad, la compasión, la generosidad, el amor, sentimientos que son innatos pero que de alguna forma están oscurecidos por nuestros deseos y miedos.
El desafío es llevar este trabajo a la vida diaria, aplicarlo en nuestras relaciones interpersonales conectando con los demás de forma más verdadera y esencial más allá de nuestras personalidades, desarrollando vibraciones armónicas que aporten energía más consciente al planeta. A través de su práctica continuada se establece un equilibrio entre los hemisferios derecho e izquierdo del cerebro, creando nuevas conexiones entre ellos y entre las polaridades masculina y femenina dentro de nosotros. Nos ayudan también a recordarnos mientras interactuamos de forma que nuestro centro se fortalece abriéndonos a una cualidad de presencia más alta que permite la receptividad de energías superiores.
Si bien estas danzas son el fruto de un trabajo interior y su finalidad no es su exhibición, la belleza del gesto, de las posiciones, su combinación junto con la música, la atmósfera que crean… nos dan la posibilidad de vivenciar lo que Gurdjieff denominaba “arte objetivo”, un arte cuya fuente no son las emociones reactivas, infantiles o pretenciosas del artista sino que proviene de un lugar verdadero y pacífico pudiendo conmover profundamente no sólo al bailarín, también a las personas que presencian su representación.