Hermetismo de ultratumba
¿Son los cementerios recintos depositarios de un lenguaje hermético? ¿Por qué escultores de distintas épocas se empeñaron en grabar sobre mármol una serie de símbolos ajenos al cristianismo? ¿Existe un mensaje oculto que descansa sobre las lápidas de las mismas tumbas que abrigan los restos de nuestros seres queridos?
Cementerio del Este (Poblenou, Barcelona). Inesperado, el inquietante graznido de las gaviotas que albergan sus nidos sobre viejos panteones sobresalta, de vez en cuando, a quien por vez primera visita este cementerio. Ante la impasible mirada de los gatos que lo habitan, paseando dentro del evocador laberinto de sepulturas, encontramos a un anciano octogenario que observa el más pequeño de los detalles que ornamentan cada lápida, anotándolo en un pequeño cuaderno. “Todavía nadie se ha dado cuenta de ello”, balbucea tras su luenga y poblada barba al percatarse de nuestra presencia. Las catedrales son lugares concurridos de visita turística, al contrario que los cementerios. Por eso su mensaje permanece oculto…
Historia de un cementerio maldito
La insostenible saturación así como la insalubridad atribuida a los enterramientos parroquiales, posible germen de focos epidémicos, el crecimiento demográfico y la mortalidad en los años de guerra tras la invasión napoleónica fueron los motivos que acuciaron la construcción de un nuevo recinto funerario. Las dificultades económicas, por parte del Cabildo, para abordar un proyecto que ya había sido refrendado por el Consejo de Castilla, hizo que el camposanto quedase finalmente en manos de la Iglesia. Esta circunstancia originaría un áspero enfrentamiento entre autoridades municipales y eclesiásticas que se prolongaría hasta finales de aquel siglo. El 15 de abril de 1819, y tras las oportunas bendiciones de los terrenos sobre los que se extendería el cementerio, el obispo de Barcelona Pau Sitjar encargó su construcción al joven arquitecto italiano Antonio Ginesi, vicecónsul de Toscana. Pero el agua bendita asperjada sobre el desolado terreno que, años antes, acogía las tumbas de la vieja necrópolis derruida por las tropas napoleónicas, no iba a ser suficiente…
La construcción del nuevo cementerio del Este y su alejamiento con respecto a la periferia de la metrópoli, suscitó un rotundo desagrado entre la población, que veía amenazada muchas de sus costumbres sociales funerarias. La imposibilidad de poder visitar las sepulturas de sus seres queridos como consecuencia de la inexistencia de una vía de transporte que comunicase el camposanto con la ciudad, motivó fuertes manifestaciones entre la ciudadanía.
Pocos eran los fieles que se aventuraban a cruzar, durante más de media hora a pie, una franja poblada de jaurías de lobos, cuya proliferación se había convertido en una de las principales preocupaciones del ayuntamiento. Se alimentaron incluso macabros rumores acerca de los verdaderos motivos que habrían empujado a las autoridades a conferir tan inusual aislamiento al recinto funerario. Se sospechaba que los cadáveres eran exhumados, sus joyas robadas y sus restos destinados a las carnicerías para convertirse en butifarra.
Por si fuera poco, el obispado tampoco contemplaba con buenos ojos algunos extraños y enigmáticos detalles presentes en el diseño y decoración del cementerio…
Un camposanto para el Apocalipsis
Aquello desafiaba las creencias de los fieles católicos más ortodoxos: flanqueando la entrada de acceso, el muro que delimita el recinto presenta dos colosales pórticos cuyo diseño se asemeja a dos pirámides. Incluso la misma fachada de la capilla parece sugerir reminiscencias egipcias. En el interior del camposanto, los obeliscos puente de unión entre el cielo y la tierra- y algún panteón también en forma de pirámide perpetúan esa misma influencia considerada pagana. Un simbolismo que no contaba con el beneplácito ni de la Iglesia ni de la mayor parte de la ciudadanía, que lo considera un insulto a su tradición religiosa.
Sin embargo, y a pesar de la fuerte controversia, por alguna extraña y misteriosa razón que todavía se desconoce, su arquitecto logró que esta simbología, considerada pagana en el contexto de la época, se incorporase al diseño definitivo. Probablemente fascinado por las construcciones faraónicas tras su estancia en Egipto, argumentó que se trataba de elementos cuyo poder simbólico armonizaba con la naturaleza de la necrópolis.
La prematura y repentina muerte de Ginesi en 1824, cuando apenas había cumplido treinta y cinco años, no impidió que una extravagante iconografía mística consiguiese colarse en cada uno de los rincones del interior del recinto funerario. Gobernando el pórtico principal de entrada un espíritu alado obra de Venanci Vallmitjana (1866) descansa sobre su trono antes de anunciar con su trompeta el Juicio Final y la resurrección de los muertos. Ángeles que presagian con sus clarines la llegada inminente del Apocalipsis se erigen sin disimulo entre las tumbas del camposanto. Incluso una de estas esculturas sostiene entre sus manos un pergamino con una cita del más oscuro de los textos bíblicos que advierte de la señal que acompaña a la Bestia: el 666…
Tarot en un cementerio…
La ornamentación que decora las sepulturas y panteones se extiende más allá de los límites de la simbología grecolatina. Así, por ejemplo, el caduceo, cetro alado en el que se enroscan dos culebras y que acompaña al dios Hermes, y cuyo origen se remonta 2.600 años a. de C., también aparece esculpido en infinidad de sepulturas. Curiosamente, una cruz precristiana en este caso, una gigantesca cruz céltica, inaugurada en 1888, preside uno de los recintos. Las imágenes de animales, por su carga simbólica, también son elementos muy recurrentes en los panteones. El perro, cuya presencia en las efigies sepulcrales se remonta a la Edad Media, simboliza la fidelidad. Dentro del contexto cristiano, también se le identifica con el sacerdote, en tanto que permite al pastor la conducción de su rebaño. Asimismo, diversas leyendas mitológicas lo asocian como el guía que conduce a las ánimas al otro lado.
El búho, ave nocturna por excelencia, se identifica con la clarividencia y el espíritu de vigilia. Aunque su presencia también adquiere cierta carga melancólica al ser considerado símbolo de la tristeza y de la oscuridad, pues no disfruta de la luz. Un significado, más o menos equivalente, aunque sin duda más siniestro, puede atribuírsele al murciélago, también presente en la inscripción de alguna sepultura. En los laterales de un panteón, cuya obra se atribuye al arquitecto Elies Rogent (1866-1868), pueden observarse una serie de efigies alegóricas que parecen extraídas de la imaginería de los arcanos del tarot. Una espada y una balanza, sostenidas por una mujer, y que significan la firmeza y la imparcialidad del juicio, evocan el Arcano de la Justicia; mientras que el Arcano de la Fuerza se identifica con la inconfundible amazona guerrera arropada por una piel de león y que se defiende con el grueso garrote que le acompaña como atributo.
Sepulturas para no dormir
Bajo la inscripción en latín Finis Gloriae Mundi “Fin de la gloria del mundo” sobre lo que parece el frontispicio sostenido por las columnas de un templo griego, se abriga una serie de imágenes esculpidas que integran una de las esculturas funerarias más sugerentes. El conjunto brota sobre un modesto panteón familiar en el que se hallan enterrados los cuatro miembros de la familia Plana-Marro, originaria de Barbastro (Huesca), y fallecidos en la segunda mitad del siglo que acaba de despedirse; pero ese detalle poco importa al visitante que se detenga frente a su tumba. De izquierda a derecha desfilan las cuatro Estaciones que componen el ciclo de la vida al que estamos irremediablemente condenados: desde el recién nacido que ve la luz, el niño que crece, el adulto que se enamora y el anciano que expira su último aliento recibiendo las caricias y los besos de una madre, de una esposa y, finalmente… de la muerte.
Integrando, en ocasiones casi disimuladamente, la ornamentación de muchos panteones, encontramos con repetida frecuencia la imagen de un reloj de arena, metáfora de nuestra efímera existencia terrenal. En este sentido, quizás la más representativa de las esculturas sea la bautizada precisamente como “Tiempo”. Obra de Fausto Baratta (1873) por encargo de doña Isidora Ocholeto de Vías, viuda de don Juan Vías y Paloma, el conjunto de estatuas que se alzan sobre este mausoleo pretende cumplir el deseo de inmortalizar la memoria del difunto, destacado comerciante de la Barcelona de aquella época. Cuatro ángeles flanquean su nicho con símbolos de la trayectoria mercantil del finado, así como el perenne reloj de arena.
Tal vez uno de los grabados más iconográficamente sugerentes, a pesar de su sobriedad, sea el que observamos en el nicho del panteón familiar de los Serra y Armeda. Abrigados bajo el arco del frontispicio se sitúan las representaciones de la Caridad una persona acompañada de niños, la Justicia acompañada por la espada y la balanza, la Religión que muestra una cruz y un libro abierto, la Esperanza cuyo atributo es un ancla, y la Fe identificada con la sugestiva imagen de los ojos vendados y el cáliz. Una de las tumbas más veneradas por el público, o menos olvidadas según se prefiera, es la que abriga los restos del político y compositor Josep Anselm Clavé, personaje del que se dice que perteneció a una logia masónica, lo que probablemente influyera en sus ideas progresistas. También lo fue Narcís Monturiol (1819-1885), inventor del submarino Ictíneo y enterrado en este recinto hasta su posterior traslado a Figueras en 1972. Sobre su lápida se lee: “Amor, Virtud y Progreso”.
Aunque sin duda, la tumba más emblemática del viejo cementerio corresponde a la bautizada como “El beso de la muerte”, obra de Jaume Barba (1930) y que figura como una de las más destacadas esculturas funerarias de índole erótica, según una exposición fotográfica celebrada en Berlín en 1991. La familia Llaudet Soler quiso perpetuar la memoria de su hijo, que apenas había comenzado a gozar de la flor de la vida, coronando su sepultura con una pétrea y sugestiva metáfora de su tránsito al mundo de los difuntos. Impactante por su originalidad y no apta para cardíacos pero sí para necrófilos, la siniestra imagen de un esqueleto con alas sostiene entre sus manos el cuerpo inerte de un joven semidesnudo. El impávido semblante, despojado de piel, de una calavera cuyo rictus parece estar sonriendo de soslayo al espectador, se inclina para besar la mejilla del joven en su último suspiro.
¿Milagros de ultratumba?
Pero de entre el insólito laberinto de sepulturas que pueblan este camposanto, destaca un curioso nicho que el paso del tiempo ha convertido en objeto de veneración. Se trata de la tumba del Santet “El Santito, que es visitada diariamente por muchos barceloneses. Su interior guarda los restos de Francesc Canals Ambrós, un joven adolescente “fallecido el 27 de Julio de 1899 a la edad de veintidós años y dos meses”. Poco se sabe de la “obra y milagros” de este chico más que lo que pueda inspirar la enternecedora estampa de su retrato y la tradición oral.
Parece ser que Francesc era un joven de origen muy humilde y que trabajaba como dependiente de unos grandes almacenes. Conocido, y seguramente apreciado entre sus vecinos por su carácter generoso y caritativo, su repentina muerte generó una auténtica romería devocional que todavía hoy perdura, más de un siglo después. No hay día que al Santet le falten cirios, exvotos, ramos de flores así como misivas en las que fieles devotos le solicitan la concesión de gracias y favores de toda índole: desde la sanación de problemas de salud, consuelo contra el mal de amores… hasta la fortuna en la participación de su décimo de lotería.
Es, sin duda, una forma más de elevar en olor de santidad la memoria de un difunto, al margen de la ortodoxia católica, por concesión de la autoridad que confiere a las creencias y costumbres populares. Una tradición que se repite en otros puntos de la geografía y que, curiosamente, parece corresponderse con un mismo patrón encauzado desde el inconsciente colectivo y que atribuye a los espíritus del más allá capacidad para seguir manifestándose en nuestro mundo. Como dice un viejo adagio del sabio refranero popular: “No hay que tener miedo a los muertos.… hay que tener miedo a los vivos”.