Historia de la magia por Eliphas Levi 1ª parte
La Magia es la ciencia de los antiguos magos; y la religión cristiana, que silenció los falsos oráculos y puso coto a las ilusiones de los falsos dioses, reverencia, no obstante, a aquellos reyes místicos que llegaron de Oriente, guiados por una estrella, para adorar al Salvador del mundo en Su cuna. La tradición los elevó al rango de reyes, porque la iniciación mágica constituye una verdadera realeza; asimismo, porque todos los adep-tos caracterizan al gran arte de los magos como el Arte Regio, como el Reino Santo Sanctum Regnum. La estrella que condujo a los peregrinos es la misma Estrella Flamígera que se halla en todas las iniciaciones. Para los alquimistas es el signo de la quintaesencia, para los magos es el Gran Arcano, para los cabalistas es el pentáculo sagrado. Nuestro propósito es demostrar que el estudio de este pentagrama guió a los magos hacia un conocimiento del Nuevo Nombre que debía ser exaltado sobre todos los nombres, haciendo que se arrodillasen todos los seres capaces de adoración. Por tanto, la Magia combina en una sola ciencia lo que es muy cierto en filosofía, lo que es eterno e infalible en religión. Reconcilia perfecta e irrefutablemente esos dos términos, tan opuestos a primera vista: la fe y la razón, la ciencia y la creencia, la autoridad y la libertad. Proporciona a la mente humana un instrumento de certidumbre filosófica y religiosa tan exacta como la matemática, dando incluso razón de la infalibilidad de la matemática misma.
Por ello, existe un Absoluto en los reinos del entendimiento y la fe. La Razón Suprema no dejó que las luces de la inteligencia humana oscila-sen al azar. Hay una verdad irrebatible; hay un método infalible de conocer esa verdad; y quienes logran este conocimiento, y lo adoptan como norma de vida, pueden dotar su voluntad de un poder soberano capaz de convertirlos en amos de todas las cosas inferiores, de todos los espíritus errantes, o, en otras palabras, en arbitros y reyes del mundo.
Si el hecho es así, ¿cómo es posible que una ciencia tan sublime no esté aún reconocida? ¿Cómo es posible dar por sentado que un sol tan resplandeciente se oculte en un cielo tan tenebroso? A la ciencia trascen-dental sólo la conocieron siempre las flores del intelecto, que comprendie-ron la necesidad del silencio y la paciencia. Si un diestro cirujano abriese a medianoche los ojos de un ciego de nacimiento, le resultaría imposible hacer comprender a aquél la naturaleza o la existencia de la luz diurna hasta que llegase la mañana. La ciencia tiene sus noches y sus días, por-que la vida que comunica al mundo de la mente se caracteriza por moda-lidades regulares de movimientos y fases progresivas. Con las verdades sucede lo mismo que con las radiaciones lumínicas. Nada oculto se pierde, pero al mismo tiempo nada de lo que se descubre es absolutamente nuevo. Dios impuso el sello de la eternidad a esa ciencia que es el reflejo de Su gloria.
La ciencia trascendental, la ciencia absoluta, es con seguridad la Magia, aunque esta afirmación resulte cabalmente paradójica a quienes jamás cuestionaron la infalibilidad de Voltaire ese prodigioso superficial que creía saber tanto porque nunca perdía ocasión de reirse en vez de apren-der. La Magia fue la ciencia de Abraham y Orfeo, de Confucio y Zoro-astro, y Enoc y Trismegisto grabaron en tablas de piedra las doctrinas mágicas. Moisés las purificó y quitó el velo: este es el sentido del vocablo "revelar". El nuevo disfraz que les brindó fue el de la Santa Cabala: exclu-siva herencia de Israel e inviolable secreto de sus sacerdotes. Los misterios de Eleusis y Tebas preservaron entre los gentiles algunos de sus símbolos, pero en forma degradada, y la clave mística se perdió en medio del aparato de una superstición en constante crecimiento. Jerusalén, asesina de sus profetas y prostituida una y otra vez ante los falsos dioses asirios y babi-lónicos, concluyó perdiendo, a su vez, la Palabra Sagrada, cuando un Salvador, manifestado a los magos por la santa estrella de la iniciación, llegó para desgarrar el raído velo del viejo templo, para dotar a la Iglesia de una nueva red de leyendas y símbolos, ocultando siempre a los profanos y preservando siempre para los elegidos esa verdad que es eternamente la misma.
Si el erudito e infortunado Dupuis hubiese hallado esto en los planis-ferios de la India y en las tablas de Denderah, no habría terminado recha-zando la religión verdaderamente católica o universal y eterna en presencia de la unánime afirmación de toda la Naturaleza al igual que de todos los monumentos de la ciencia a lo largo de todas las edades. El recuerdo de este absoluto científico y religioso, de esta doctrina resumida en una pala-bra, de esta palabra alternadamente perdida y recobrada, fue transmitido a todos los elegidos de las iniciaciones antiguas. Preservado o profanado en la célebre Orden del Templo, este mismo recuerdo fue transmitido a las
El pentagrama del absoluto
asociaciones secretas de rosacruces, illuminati y francmasones, y dio sig-nificado a sus extraños ritos, a sus signos más o menos convencionales, y una justificación, sobre todo, a su devoción en común, al igual que una clave de su poder.
No es nuestra intención negar que sobrevino la profanación de las doctrinas y misterios de la Magia; ese abuso reiterado una época tras otra, fue grande y terrible lección para quienes dieron a conocer impru-dentemente las cosas secretas. Los gnósticos hicieron que los cristianos prohibieran la Gnosis, y el santuario oficial fue clausurado para la alta iniciación. Así, la intervención de la ignorancia usurpadora comprometió la jerarquía del conocimiento, mientras los desórdenes dentro del santuario se reprodujeron en el estado pues, de buen grado o no, el rey siempre depende del sacerdote, y los poderes terrenales siempre buscan en el adytum eterno de la instrucción divina la consagración y la energía para asegurar su permanencia.
La llave de la ciencia fue arrojada a los niños; como era de esperar, en la actualidad está extraviada y prácticamente perdida. No obstante ello, un hombre de elevada intuición y gran valor moral, el conde José de Maistre, que también era decidido católico, reconociendo que el mundo estaba vacío de religión y no podía quedar así, volvió sus ojos instintiva-mente hacia los últimos santuarios del ocultismo y rogó, con fervorosas plegarias, por el día en que la afinidad natural que subsiste entre la ciencia y la fe las combine en la mente de un solo hombre de genio. "Esto será grandioso", dijo; "concluirá con el siglo XVIII que aún está con nosotros... Entonces hablaremos de nuestra actual estupidez como ahora nos extende-mos sobre la barbarie de la Edad Media".
La predicción del conde José de Maistre está en vías de cumplirse; la alianza de la ciencia y la fe, realizada hace largo tiempo, al fin se mani-fiesta aquí, aunque no a través de un hombre genial. No es necesario genio para ver el sol y, además, éste jamás demostró nada salvo su rara gran-deza y sus luces inaccesibles para la multitud. La gran verdad sólo exige que se la encuentre; entonces el más simple será capaz de comprenderla y de demostrarla también, si es necesario. Al mismo tiempo, esa verdad no se tornará vulgar, porque es jerárquica y porque la anarquía sólo com-place las inclinaciones de la muchedumbre. Las masas no necesitan ver-dades absolutas; si no fuese así, el progreso se habría detenido y habría cesado la vida en la humanidad; el flujo y reflujo de ideas contrarias, el choque de opiniones, las pasiones del momento, siempre impulsados por sus sueños, son necesarios para el crecimiento intelectual de los pueblos. Las masas esto lo saben muy bien y por eso abandonan con tanta presteza la cátedra de los doctores para congregarse en torno de los tablados de los saltimbanquis. Hay incluso algunos que se suponen preocupados por la filosofía, y eso quizás especialmente, que con demasiada frecuencia se parecen a niños jugando a las charadas, que se apresuran a expulsar a quienes ya conocen la respuesta, no sea que el juego se arruine al despo-jar al acertijo de todo su interés.
"Bienaventurados los puros de corazón, pues ellos verán a Dios", dijo la Sabiduría Eterna. La pureza de corazón, por tanto, purifica la inteligencia, y la rectitud de la voluntad propende a la precisión del entendi-miento. Quien prefiera la verdad y la justicia ante todo, tendrá justicia y verdad como recompensa, porque la Providencia suprema nos dotó de libertad para que logremos la vida; y en verdad, no obstante su exactitud, sólo interviene con suavidad, jamás irrumpe con violencia sobre los erro-res de nuestra voluntad cuando ésta es seducida por los señuelos de la falsedad.
Sin embargo, según Bossuet, existe el hecho de que, precediendo a algo que halague o disguste a nuestros sentidos, hay una verdad, y nuestra conducta debe ser gobernada por esto, no por nuestros apetitos. El Reino de los Cielos no es un imperio caprichoso respecto del hombre ni respecto de Dios. "Una cosa no es justa porque Dios la quiera", dijo Santo Tomás, "sino que Dios la quiere porque es justa". La Balanza Divina rige y exige, una matemática eterna. "Dios creó todas las cosas con número, peso y medida"; aquí está hablando la Biblia. Mídase un ángulo de la creación, efectúese una multiplicación proporcionalmente progresiva, y to-da la infinitud multiplicará sus círculos, poblada por universos, pasando en segmentos proporcionales entre los simbólicos brazos extendidos del compás. Supóngase ahora que, desde un punto cualquiera del infinito que está encima de nosotros, una mano empuña otro compás o escuadra; entonces las líneas del triángulo celestial se encontrarán necesariamente con las del compás de la ciencia y formarán allí la misteriosa estrella de Salomón.
"Con la vara que midiéreis, seréis medidos", dice el Evangelio. Dios no pugna con el hombre para aplastarlo con Su grandiosidad; jamás pone pesos desiguales en Su balanza. Cuando se propuso comprobar la fuerza de Job, asumió forma humana; el patriarca resistió el ataque una noche entera; al final hay una bendición para el vencido; además de la gloria de haber sostenido tal lucha, recibe el título nacional de Israel, nombre que significa: "Fuerte contra Dios".
A cristianos más celosos que instruidos les hemos oído aventurar una extraña explicación sobre el dogma relativo al castigo eterno, sugiriendo que Dios puede vengar infinitamente una ofensa que, en sí misma, es finita, porque si el ofensor es limitado, la grandiosidad del ofendido no lo es. Un emperador del mundo, basado en un pretexto similar, podría sentenciar a muerte a un niño que no razona por haber manchado acci-dentalmente el borde de su púrpura. Muy distintas son las prerrogativas de la grandeza, y San Agustín las entendió mejor cuando dijo que "Dios es paciente porque es eterno". En Dios todo es justicia, al ver que todo es bueno; jamás perdona a la manera humana, pues jamás se enoja como los hombres; pero como el mal, por su naturaleza, es incompatible con el bien, igual que la noche con el día, y la discordia con la armonía, y por ser además inviolable la libertad del hombre, todo error es expiado y toda maldad castigada mediante sufrimiento proporcional. Es en vano invocar la ayuda de Júpiter cuando nuestro carro está empantanado; a no ser que tomemos pico y pala, como el carretero de la fábula, el Cielo no nos sacará del lodazal. Ayúdate, y Dios te ayudará. Así, de un modo racional y totalmente filosófico se explica la posible y necesaria eternidad del castigo, con una senda estrecha, expedita para que el hombre escape de allí: esa senda es el trabajo y el arrepentimiento.
De conformidad con las normas del poder eterno el hombre puede unirse a la energía creadora y convertirse en creador y preservador a su vez. Dios no limitó estrictamente la cantidad de peldaños de la escala lumi-nosa de Jacob. La Naturaleza se constituyó en inferior al hombre y, por ende, le está sujeta: corresponde al hombre extender su dominio en virtud del ascenso continuo. La prolongación e incluso perpetuidad de la vida, la extensión del aire y sus tormentas, la tierra y sus vetas metálicas, la luz y sus prodigiosas ilusiones, la oscuridad y sus sueños, la muerte y sus fantasmas.. . todo esto obedece, por tanto, al cetro regio de los magos, al cayado pastoril de Jacob y a la vara terrible de Moisés. El adepto se convierte en rey de los elementos, en transmutador de metales, en intérprete de visiones, en controlador de oráculos, en amo de la vida, según el mate-mático orden de la Naturaleza y de acuerdo con la voluntad de la Inteli-gencia Suprema. Esto es Magia en todo su esplendor. ¿Pero hay alguien, en esta época, que se atreva a dar crédito a tales palabras? La respuesta es: quien estudie con lealtad y logre el conocimiento con franqueza. No intentamos ocultar la verdad bajo el velo de parábolas ni signos jeroglíficos; ha llegado el tiempo en que ha de decirse todo, y nos proponemos decir todo. En pocas palabras, nuestra intención es revelar la ciencia siempre secreta que, como indicáramos, se oculta detrás de las sombras de los antiguos misterios, que los gnósticos delataron torpemente, o más bien desfiguraron indignamente, lo cual se vislumbra bajo la oscuridad que envuelve los pretendidos crímenes de los templarios, y que se descu-bre nuevamente bajo los impenetrables enigmas actuales de los Ritos Masónicos Supremos. Además, nos proponemos sacar a la luz del día al fantástico Rey del Sabbath, exhibir las raíces mismas de la Magia Negra y sus espantosas realidades, sometidos desde hace largo tiempo al ludibrio de los nietos de Voltaire.
Para una gran cantidad de lectores, la Magia es la ciencia del demo-nio, tal como la ciencia de la luz se identifica con la de la oscuridad. Confesamos decididamente, desde el principio, que el demonio no nos ate-rroriza. "Temo por quienes le temen", dijo Santa Teresa. Pero también atestiguamos que no nos mueve a risa y que el ridículo de que se le hace objeto nos parece excesivamente fuera de lugar. Sea como fuere, nuestra intención es exponerlo a la luz de la ciencia. Mas el demonio y la ciencia paralelo de dos nombres tan extrañamente incongruentes apa-rentemente debería haber patentizado lo que nos proponemos. Si se sacase así a la luz la mística personificación de la oscuridad, ¿eso no sería aniquilar el fantasma de la falsedad en presencia de la verdad? ¿Eso no sería dispersar a la luz del día todos los monstruos amorfos de la noche? Los superficiales pensarán así y condenarán sin oir. Los cristianos mal instruidos sacarán en conclusión que estamos minando el dogma funda-mental de su ética al desacreditar al infierno; y otros cuestionarán la utilidad de combatir un error en el que, como imaginan, nadie cree más. Por ello es importante enunciar nuestro objetivo con claridad y establecer nuestros principios con solidez.
Por tanto, decimos a los cristianos que el autor de este libro también lo es. Su fe es la de un católico convencido vigorosa y profundamente; por esta razón no se adelanta a negar los dogmas sino a combatir la impiedad bajo sus formas más perniciosas, que son las de la falsa creencia y la superstición. Llega para sacar de la oscuridad al negro sucesor de Ahrimán, a fin de exhibir, en pleno día, su colosal impotencia y formi-dable miseria. Llega para someter el prolongado problema del demonio a las soluciones de la ciencia, para quitarle la corona al rey del infierno e inclinar su cabeza al pie de la cruz. La ciencia virginal y maternal la ciencia de la cual María es la imagen dulce y luminosa ¿no está desti-nada, como ella, a aplastar la cabeza de la vieja serpiente?
El autor, por otra parte, diría a la pretendida filosofía: ¿Por qué buscas negar lo que no puedes entender? Ante lo desconocido, ¿la incre-dulidad no se declara más apresurada y menos consoladora que la fe? ¿La forma horrible del mal personificado sólo te impulsa a la risa? ¿No oyes el incesante sollozo de la humanidad que se retuerce y llora bajo los aplastantes pliegues del monstruo? ¿ Jamás oíste la atroz carcajada del maligno que persigue al justo? ¿Nunca experimentaste la apertura de los abismos infernales que el genio de la perversidad socava en cada alma? El mal moral existe; esa es la triste verdad; reina en ciertos espíritus; encarna en ciertos hombres; está, por tanto, personificado, de manera que los demonios existen; pero el más maligno de estos demonios es Satán. No pido al lector que admita nada más que esto, y le resultará difícil concederme menos.
Por lo demás, quede entendido claramente que la ciencia y la fe prés-tanse recíproco apoyo sólo en la medida en que sus respectivos reinos permanecen inviolablemente diferenciados. ¿Qué es lo que creemos? Lo que no conocemos en absoluto, aunque lo anhelamos con todas nuestras fuerzas. El objeto de la fe no es más que una hipótesis indispensable para la ciencia; las cosas que se hallan en el dominio del conocimiento jamás deben ser juzgadas por los fenómenos de la fe, ni, al revés, las cosas de la fe según las medidas de la ciencia. El fin de la fe no es científicamente discutible. "Creo porque es absurdo", dijo Tertuliano; y esta expresión paradójica como es en la superficie pertenece a la razón suprema. De hecho, más allá de todo lo que podemos suponer racionalmente, hay un infinito al que aspiramos con fe inextinguible, y que incluso elude nues-tros sueños. ¿Pero el infinito mismo no es un absurdo para nuestra apre-ciación finita? Todos creemos que existe; el infinito nos invade, nos anega, nos marea en sus abismos y nos aplasta con su peso horroroso.
Todas y cada una de las hipótesis científicamente probables son las últimas vislumbres o sombras de la ciencia; la fe comienza donde la razón cae exhausta. Más allá de la razón humana está la Razón que es Divina para mi debilidad, un absurdo supremo, pero un absurdo infinito que me confunde, y en el que creo.
Sólo el bien es infinito; el mal no lo es; y por ende, si Dios es el objeto eterno de la fe, entonces el demonio pertenece a la ciencia. ¿En cuál de los credos católicos hay una cuestión que se le refiera? ¿No sería una blasfemia decir que creemos en él? En las Sagradas Escrituras se le nombra pero no se le define. El Génesis no hace alusión a una célebre rebelión de los ángeles; atribuye la caída de Adán a la serpiente, como el más sutil y peligroso de los seres vivientes. Estamos familiarizados con la tradición cristiana a este respecto, pero si esa tradición es explicable por una de las máximas y más difundidas alegorías de la ciencia, ¿qué puede significar tal solución para la fe que sólo aspira a Dios, que desdeña las pompas y las obras de Lucifer?
Lucifer Portador de la Luz, ¡cuan extraño nombre atribuido al espíritu de la oscuridad! ¿El portador de la luz enceguece, empero, a las almas débiles? Incuestionablemente, la respuesta es sí; pues las tradicio-nes rebosan revelaciones e inspiraciones divinas. "Satán se transformó en un ángel de luz", dice San Pablo. Y Cristo dijo: "Vi a Satán caer de los cielos como un relámpago". En igual sentido se expresa el profeta Isaías: "¿Cómo caíste del cielo, oh Lucifer, hijo de la mañana?" Lucifer es, entonces, una estrella caída, un meteoro en eterna ignición, que arde cuan-do no brilla más. Pero este Lucifer, ¿es una persona o una fuerza, un ángel o un rayo a la deriva? La tradición supone que es un ángel, mas el Salmista dice: "Quien convierte a sus ángeles en espíritus, y a sus ministros en fuego llameante". El vocablo "ángel' se aplica en la Biblia a todos los mensajeros de Dios emisarios o nuevas creaciones, reveladores o azotes, espíritus radiante u objetos brillantes. Las ígneas flechas que el Altísimo dispara a través de las nubes son los ángeles de Su ira, y ese lenguaje figurado es familiar para todos los lectores de poesía oriental.
Luego de ser terror del mundo durante la Edad Media, el demonio se convirtió en su irrisión. Heredero de las formas monstruosas de todos los falsos dioses derribados sucesivamente de sus tronos, el grotesco es-pantajo se convirtió en un cuco deforme y horrendo. Empero, obsérvese al respecto que sólo se atreven a reírse del demonio quienes no conocen el temor de Dios. ¿Es posible que para muchas imaginaciones enfermas sea la sombra de Dios, o que a menudo sea el ídolo de las almas degeneradas que sólo entienden el poder sobrenatural como el ejercicio impune de la crueldad ?
Sin embargo, es importante determinar si la noción de este poder maligno puede conciliarse con la de Dios en una palabra, si el demonio existe, y en tal caso qué es. Ya no es cuestión de superstición ni de inven-ción ridicula; es cuestión de religión únicamente, y por ende, de todo el futuro (con todos los intereses) de la humanidad.
En verdad, cuan extraños razonadores somos: nos llamamos racio-nalistas capaces cuando somos indiferentes a todo, salvo a los beneficios materiales, como, por ejemplo, el dinero; y dejamos libradas a sus recursos las ideas que son madres de opiniones y pueden, por su súbita desviación, trastornar todas las fortunas. Un triunfo científico es mucho más impor-tante que el descubrimiento de una mina de oro. Dada la ciencia, el oro se utiliza al servicio de la vida; dada la ignorancia, la fortuna sólo provee armas destructivas.
Por lo demás, ha de entenderse absolutamente que nuestras revelacio-nes científicas se detienen en presencia de la fe, que como cristianos y católicos nuestra obra se somete enteramente al juicio supremo de la Iglesia. Una vez dicho esto, a quienes cuestionan la existencia del demo-nio, les señalaríamos que cuanto tiene nombre, existe; el lenguaje puede expresar en vano, pero en sí mismo no puede ser vano, e invariablemente tiene un significado. La Palabra jamás está vacía, y si está escrito que está en Dios, como asimismo que es Dios, esto es porque es la expresión y la prueba del ser y de la verdad. El demonio es nombrado y personificado en el Evangelio, que es la Palabra de la verdad; por tanto, existe y puede ser considerado persona. Pero aquí el cristiano disiente: que hable la ciencia o la razón; ambas son una sola.
El mal existe; es imposible dudarlo; podemos obrar bien o mal. Hay seres que obran mal a sabiendas y deliberadamente. El espíritu que anima a estos seres y los acucia a obrar mal se delata, se desvía del camino recto y se cruza en el sendero del bien como un obstáculo; este es el significado preciso del vocablo griego diábolos, que traducimos como demonio. Los espíritus que aman el mal y lo ejecutan son accidentalmente malos. Por tanto, hay un demonio que es el espíritu del error, de la ignorancia inten-cional, del vértigo; sometidos a su obediencia hay seres que son sus envia-dos, emisarios, ángeles; y es por esta razón que el Evangelio habla de un fuego eterno que está preparado y, en un sentido, predestinado para el demonio y sus ángeles. Estas palabras constituyen una revelación; bus-quemos pues su significado, dando, en primer lugar, una concisa definición del mal. El mal es la ausencia de la rectitud en el ser. El mal moral es falsedad en la acción, como la mentira es un crimen en el lenguaje. La injusticia pertenece a la esencia de la mentira, y cada mentira es una injusticia. Guando lo que decimos es justo, no hay falsedad. Cuando lo que hacemos es equitativo y verdadero, no hay pecado. La injusticia es la muerte del ser moral, como la mentira es el veneno de la inteligencia. Por ello, el espíritu falso es espíritu de muerte. Quienes lo escuchan se convierten en sus incautos y él los envenena. Mas si debiéramos asumir seriamente su personificación absoluta, él estaría absolutamente muerto, y absolutamente engañado, lo cual significa que la afirmación de su exis-tencia debe implicar una patente contradicción. Jesús dijo que el demonio es un embustero como su padre. ¿Quién es, entonces, el padre del demo-nio? Quienquiera le dé una existencia personal viviendo según sus inspi-raciones. El hombre que se endemonia es padre del espíritu encarnado del mal. Pero hay un concepto temerario, impío y monstruoso, tradicional como el orgullo de los fariseos y, en última instancia, una creación híbrida que armó la mezquina filosofía del siglo XVIII con una defensa aparente. Se trata del falso Lucifer de la leyenda heterodoxa el ángel bastante orgulloso como para creerse Dios, bastante valiente como para comprar su independencia al precio de un tormento eterno, bastante bello como para adorarse en la Luz Divina absoluta; bastante fuerte como para reinar incluso en las tinieblas y lamentaciones, y convertir en trono su fuego inextinguible. Este es el Satán del Milton herético y republicano, el falso héroe de las negras eternidades, calumniado como deforme, adornado con cuernos y garras que mejor sentarían a su implacable atormentador. Este es el demonio que es rey del mal, como si el mal fuese un reino, más inteligente que los hombres de genio que temen sus argucias. Es
- a) la luz negra, la oscuridad con ojos, el poder que Dios no quiso pero que nin-guna criatura caída podría crear;
- b) el príncipe de la anarquía, servido por una jerarquía de espíritus puros;
- c) el exilio de Dios que, como El, parece ubicuo en la tierra, pero es más tangible, más evidente para la mayoría, y es servido mejor que Dios mismo;
- d) el vencido, a quien el vencedor brinda sus hijos para que los devore; e) el artífice de los pecados de la carne, para quienes la carne es nada, y que, por tanto, nada puede ser para la carne, a no ser que, en verdad, sea su creador y amo, como Dios;
- f) la mentira inmensa, realizada, personificada y eterna;
- g) la muerte que no puede morir;
- h) la blasfemia que la Palabra de Dios jamás silenciará; i) el envenenador de las almas, a quien Dios tolera por una contradicción de Su omnipotencia, o preserva como los emperadores romanos cuidaban a Locusta entre los trofeos de su reino;
- k) el criminal condenado, que todavía vive para maldecir a su Juez y todavía tiene un juicio pendiente, puesto que jamás se arrepentirá;
- 1) el monstruo aceptado como verdugo por el Poder Soberano, y que, según la enérgica expresión de un viejo autor católico, puede llamar a Dios el Dios del demonio al describirse como un demonio de Dios.
Tal es el fantasma irreligioso que blasfema de la religión. ¡Fuera este ídolo que oculta a nuestro Salvador! ¡Abajo el tirano de la falsedad, el dios negro de los maniqueos, el Ahrimán de los viejos idólatras! ¡Viva Dios y Su Verbo encarnado, que vio a Satán caer de los cielos! ¡Viva María, la Madre Divina, que aplastó la cabeza de la serpiente infernal!
ELIPHAS LEVI